Juan en el Paraíso

domingo, enero 04, 2009

La noche boca abajo

“Tenia yo en aquel momento un concepto distinto de las relaciones sexuales; quería a una persona, quería que esa persona me quisiera y no pensaba que uno tenía que buscar, incesantemente en otros cuerpos lo que ya había encontrado en uno solo; quería un amor fijo, quería lo que tal vez mi madre siempre quiso, es decir, un hombre, un amigo, alguien a quien uno perteneciese y que le perteneciera”
Reinaldo Arenas
Antes que anochezca
MIENTRAS refunfuñaba por el cambio repentino de planes de Germán y Carolina, trataba de prender los botones de mi nueva camisa rayada con la falaz precisión de un cirujano ebrio. La noche estaba por empezar, y en mi caso particular, esta noche implicaba un regreso dilatado lo más posible en el tiempo. Había quedado con Helena que la pasaría a buscar antes por su casa y que juntos iríamos a pie disfrutando de una noche incómodamente confortable. Mientras caminaba desde la parada del colectivo 19 o 29(nunca recuerdo los números exactos de ninguno de los que tomo) pensaba en cuál sería la fórmula matemática adecuada que pudiera dejarme calcular alguno de los irrefrenables y espontáneos sucesos que viviría dentro de una hora.
Cuando llegué al umbral de la casa de Helena ella me esperaba con un vestido entre gris azulino o verde que bajo los focos de la calle la hacía parecer una muñeca de vidrio resplandeciente. Tenía el pelo rojizo recogido sobre los hombros y una pequeña carterita verde que sostenía de una sola de sus manecillas. Nuestro habitual y afectuoso abrazo y la indagación del ojo ajeno mutuo acerca de nuestros atuendos, dejó en claro nuestro miedo a no ser lo suficientemente anónimos en la muchedumbre de jóvenes hombres del bar al que iríamos. Decidimos caminar por las calles bajo la luna y los faroles amarillentos que hacían parecer a la ciudad como un microondas encendido.
— ¿Es verdad que te desmayaste?— Preguntó entre presurosa e intrigada
— Si. Contesté entre apenado y orgulloso de mi hazaña austeniana.
— Cuando me enteré de eso, recordé mi cuento, el que te había mandado. ¿Te acordás que la protagonista se desmaya y así conoce a un hombre en una esquina?
— Si. Contesté.
Recordaba cada párrafo del cuento que Helena me había dejado dentro de un sobre en el buzón de mi casa. Yo no sería salvado por ningún hombre misterioso y guapo, por el contrario, debí arrastrarme medio inconsciente hasta la cama de mi habitación. Caminamos por un largo rato entre las arboledas y callejuelas de Almagro. Helena era para mí un regreso permanente y atesoraba cada instante en que pasábamos juntos. Luego de un año lejos de ella, haber vuelto a frecuentarla alimentando una cotidianeidad evanescente fue el reto primordial a la hora de recomponer nuestro vínculo. Ella era para mí todo lo que yo hubiese deseado en una mujer (en mi mujer) si hubiera sido heterosexual. Pero nuestro vínculo era mucho más que eso. Helena me sacó del ostracismo auto impuesto, con ella conocí los excesos de la poesía americana de los sesenta y los lúgubres recovecos de Emily Dickinson. Helena me acompañó de la mano por los campos y desiertos de la literatura argentina y supo guardar silencio para escucharme cada párrafo emitido por mis impertinentes cuerdas vocales. Una vez más me arrancaba de las garras depresivas de la oscuridad de mi casa y de las miradas tristes que me echaba Edith Piaff desde un DVD de oferta.
Llegamos a la puerta del bar y allí esperaba, con su cabellera griega, Griselda. Nos abrazamos y besamos como ya era costumbre y decidimos esperar adentro que llegue el resto de la gente. Volver a ese espacio oscilante entre Cortazar y Petronio me evocó toda una época que, a modo de ilusiones esquizofrénicas, venían de un sentido por vez. El lugar mantenía una estructura semejante y había hombres adónicos y agónicos por doquier. La luz violeta astillaba en mil pedazos de vidrio los ojos y las bocas de los maniquíes revestidos de blanco que simulaban un marfil barato. Las mesas estaban atestadas de copas de cristal llenas de líquidos de colores rojizos que emulaban un banquete sanguíneo. Las locas bebían desaforadamente, como ávidas de la sangre que a sus cuerpos esmirriados les faltaba. La pasarela por la que transitamos con Helena y Griselda era como un mercado de antigüedades, todos miraban y contenían el deseo de tocar al objeto avistado. Debo reconocer que por un momento me sentí complacido de atraer las miradas de aquellos, sean de aprobación, sean de desden uno se sentía una pieza cubista extraña en medio de un subasta inglesa. Todos los presentes evaluaban si era prudente seleccionar un lote u otro.
Germán y Carolina se apersonaron muy rápidamente, posiblemente hubieran deseado estar desnudos en su cama acariciándose hasta el amanecer, pero su amistad franciscana y fidelidad masónica hacia mi persona no los dejaba tomar otra determinación más que la de acompañanarme. Cuando Germán entró por la puerta no pude evitar recordar lo que el día anterior me había dicho en la mesa del restaurante con una cerveza de por medio: “vos sos un buen amigo” Eso le bastaba al hombre para aventurarse al reino subterráneo de los “invertidos porteños” como diría un positivista de principios del siglo XX. Carolina estaba radiante, su larga cabellera estaba recogida con un broche de plata que hacía un brillo cristalino en el techo del bar, y su sonrisa perlada dejaba entrever una complacencia por el ambiente. Nos quedamos los cinco desangrando las copas por un rato largo.
El panorama no había cambiado mucho desde la última vez que había ido. En un flashback antediluviano recordé cada uno de los amores ocasionales que ahí había conseguido y cuan diferente era yo de aquel que se proyectaba en la arquitectura del lugar como un holograma fantasma de la memoria. Estreché la mano de Helena como necesitando volver de un sueño confuso y ella me miró sonriente. Rodeado de diversos amigos que fueron sumándose, contemplé las parejas de hombres que se besaban lujuriosamente. Al son de una música de los años ochenta, las parejas parecían desatar una catarata de caricias como tijeras que se iban clavando sobre el cuerpo de sus compañeros. Un jovencito bailaba con un hombre mucho mayor que él y se besaban con tal desenfreno, que hacía parecer al más viejo como una boa que tragaba la cabeza de una presa. El viejo mantenía una sinfonía bulímica: comía el rostro de su pareja y al momento lo vomitaba, dando lugar los combates de lengua de su compañero.
Bajo un sentimiento de outsider total, fuera del canon, fuera de mi época de oro, como una especie de Manuel Gálvez o de Eduardo Mallea de la homosexualidad, bailaba automáticamente buscando sentir lo que había ido a buscar.
Era evidente, el amor no estaría ahí. El mercado de los cuerpos, la facilidad sexual y la invitación a la espontaneidad pornográfica eran las únicas opciones que yo podía tener en cuenta. Opté por no buscar, por no forzarme a conseguir a alguien descartable, a otro más que engrose las filas de los amantes fácilmente olvidables.
Seguía el sonido ochentoso que extasiaba a las locas, que las obligaba a ser dueñas de una época que les daba la identidad de una historia que alguien había querido quitarles y que ellas (nosotras) afirmaban imitando los pasos de Madonna o moviendo las pestañas como Rafaella Carrá. Desdibujado por dentro, pero impostado por fuera me sorprendió un abrazo por detrás, una mano me tomó del brazo. No tenía la delicadeza de porcelana de la mano de Helena, ni el brillo multicolor de Carolina. Era como un biscochuelo extraño y esponjoso, no me di cuenta que era Martín hasta que me topé con su mirada de epistemólogo pensativo. No intercambiábamos miradas desde hacia por lo menos cinco años. Seguía sosteniendo su brazo y casi no podía resistir las ganas de morderlo. Él me miró y se sonrió. Yo lo miré y mordí mi labio inferior en señal de descontento y de anhelo.
— ¿Cómo estás? Me preguntó, con su calma habitual
—Bien. Respondí con una sonrisa de comercial de pasta dental.
Si mi vida tuviera un aparato crítico de notas (y espero que Dios me haya redactado alguno) Yo pondría: “Donde dice ‘bien’ quiere decir ‘mal’, quiere decir ‘dolido’, quiere decir ‘ embroncado’, quiere decir ‘no superado’, quiere decir ‘ me enteré que te ibas a casar con una estúpida profesora de francés’, quiere decir ‘no podes jugar al heterosexual’, quiere decir ‘no quiero que seas heterosexual para otra’ quiere decir ‘la herida esta lo suficientemente abierta como para seguir sufriendo’”
— ¿Qué es de tu vida? Pregunté con la curiosidad del gato antes de morir de un palazo en el cráneo.
— Bien, estuve de viaje por Francia, conocí París. ¿Te acordás que queríamos ir juntos a París? Decía mientras sus ojos brillaban como dos luciérnagas de gas azul.
— Si me acuerdo. Dije yo mientras apretaba con toda fuerza una moneda que tenía en el bolsillo trasero de mi jean.
— Me enteré por Elizabeth que vas a casar. Le escupí, como quien se atragantó con un hueso de pollo y se debate en morir ahogado o quedar mal frente a los comensales en una cena de gala.
— Si eso ya pasó. Las cosas con Geraldine no terminaron bien.
Cuando escuché el nombre de ella saliendo de su boca mi cuerpo se estremeció. Fue como si me clavaran un garfio de pesca en el paladar. Él me miraba como aquella primera vez, y me preguntó: — ¿Y tu novio portugués? SILENCIO INCOMODO — No estamos mas juntos. Contesté
Helena y Griselda miraban de lejos el retrato de dos amantes desdichados augurando la cachetada que hacía mucho me tenía reservada para Martín. Pero contra todos los pronósticos le acaricié la cicatriz de su ceja derecha. Eso éramos los dos, una marca fea que nadie podía borrar, una vieja historia que el pelo no disimulaba.
Inmediatamente necesité salir del bar. Les dije a mis amigos que no me sentía bien y salí por la puerta. En el umbral de la entrada frente aun grupo de locas que chillaban incoherencias. Martín me agarró del brazo otra vez, pero ya no me pareció un bizcochuelo, sino una barra de metal. Nos miramos fijamente y me dijo lo que yo deseaba haber escuchado cinco años antes: —Yo te lastimé demasiado. Mi cabeza era una coctelera de posibles respuestas interrumpidas por el ruido del 151 que pasaba por la calle Córdoba.
Tomamos un taxi y durante todo el viaje ninguno de nosotros habló, salvo para contestar monosilábicamente los comentarios del taxista. Llegamos a su departamento. A pesar de la hora, pude detectar las pequeñas diferencias. Flores sobre la mesa en lugar de botellas de cerveza vacías. Por primera vez las bibliotecas estaban llenas de libros y no de ceniceros usados y de cajas de pizza rancias. Ya no había restos de cocaína sobre el mantel, sino migas de pan tostado.
Le pregunté si había dejado de consumir y me dijo que si, que Geraldine lo había ayudado a salir adelante. No pude contenerme ante el impulso y le esputé: —Veo que ella consiguió lo que yo no pude. Martín miró el piso como buscando un objeto perdido y susurró: — Ella nunca consiguió lo que vos si. Nos quedamos en silencio por un rato. Con los ojos llorosos, se levantó y fue al otro cuarto. Yo creía que estaba viviendo un sueño o una pesadilla, o las dos cosas y que me iba a despertar en cualquier momento. Martín volvió de la otra habitación con unas mantas y unas almohadas, las estiró en el piso y me dijo: —Acostate conmigo acá. Yo lo miré como un Bernardo Gui. Sin sostenerme la mirada dijo: —Prefiero que nos acostemos en el piso. Dormí con dos hombres diferentes en la cama esta semana y no cambié las sábanas todavía. Increíblemente no dije nada. Me acosté y lo abracé, me abrazó. Lo acaricié, me acarició. Nos besamos. Pasé la noche boca abajo sobre su pecho, sintiendo el engranaje de su corazón roto y él sintiendo los silbidos de mi cerebro melancólico.
Estaba donde tenía que estar. Estaba donde había empezado. Por momentos tenía miedo de quedarme solo, entonces apretaba fuerte mi pecho con el pecho de Martín, no quería que se vaya, no quería irme.