Juan en el Paraíso

jueves, diciembre 09, 2010

Una estética de la culpabilidad



Sobre La última noche de Emmanuel Bove, traducción y prólogo de Fabienne Bradu, México, Aldvs, 144 pp.



¿Cuántos suicidas hay en esta familia? Tres. Al menos tres son los que concretaron la obra. Hay otro que lo intentó tres veces y su resultado fue cero. Me enteré de los suicidios familiares un día que ordenaba fotos viejas con mi abuela. Una se ahorcó, la otra se pegó un tiro y el último, más clásico, se cortó las venas. Siempre pensé lo terrible que debe ser para un sujeto elegir volverse un suicida, negar la posibilidad de continuar con la vida y, casi con cierta performatividad, pensarlo se vuelve decirlo y cuando se termina de decir… está hecho. Demoler un edificio, romper a martillazos un mueble, matar a una persona siempre implica ser el testigo, el actor que desarrolla la acción y puede contemplar el efecto consecuente al acto de la destrucción, como un artista que completa una obra y se sienta a contemplarla. El suicidio es diferente porque uno deja ese lugar contemplativo del crítico, deja esa terceridad en el espacio, para convertirse en el propio objeto del relato. El suicida se convierte en un texto, en el cadáver que exhibe, como resto, las marcas del trabajo concluido. Viendo las fotos de los parientes muertos o de los parientes suicidados, viéndolos congelados en el tiempo de la fotografía me pregunto qué habrán pensado mientras la soga apretaba el cuello, mientras el gatillo activaba un mecanismo minúsculo dentro del arma o mientras una punta afilada dibujaba un camino rojizo sobre las muñecas.
El suicida deja un relato, un escrito, un mensaje plasmado en la hoja lo que se vuelve un decálogo de su despedida, un manual de uso que deja para los vivos. Kurt Cobain dice en las líneas manuscritas de la carta hallada al lado de su cuerpo yaciente: “Soy una criatura voluble y lunática. Se me ha acabado la pasión. Y recuerda Courtney que es mejor quemarse que apagarse lentamente” Quemarse es la clave para leer la obra de arte que ha dejado el suicida y será repetida como un Ars poetica que echa luz sobre la profecía autocumplida del artista. Pero todo recetario de mano y boca del auto-fallecido es un sistema que se gesta en la anticipación del propio gesto. El suicida no puede escribir después del acto que lo eleva a dicha categoría. Es inenarrable ese hiato emergente entre el texto y el cadáver, el momento intermedio que marca un sendero entre lo que el texto promete y el cadáver ejecuta. En ese hiato irreconstructible se escribe La última noche de Emmanuel Bove. Novela extensa que se escribe como una única reverberación de la voz narradora, de una voz en tercera persona que vuelve decible, a partir de una enunciación quirúrgica, esa zona de indecibilidad. El yo narrador en primera queda entonces subsumido por otro, un testigo distante, que pone orden a las ensoñaciones y descalabros mentales de Arnold Blake el asesino suicida que protagoniza el texto. Como en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño el texto se desencadena como una única visión febril y distorsiva provocada por el gas que Arnold inhala. La biografía del suicida se asienta sobre una nulidad, nulidad de nombre, nulidad de fama. Arnold es un suicida desconocido, no es célebre y por lo tanto su muerte a nadie importa salvo por la galería de personajes que deambulan a través de sus imaginarias elucubraciones y es él mismo el que mide su propia finitud: “Si en ese minuto le hubieran preguntado por qué quería morir, habría contestado con asombro que no tenía la menor intención de morir. ‘¿Quiere saber por qué abrí la llave?’, hubiera añadido. ¿Es eso? ¿Eso es lo que le intriga? Es muy sencillo. Me gustan las emociones fuertes. Me gusta jugar con el peligro. No tema. Cuando las cosas se pongan mal, cerraré la llave y todo quedará resuelto” (p. 20-21) El suicida desafía el propio limite de su existencia, como un novelista cree que puede mantener la pluma rígida y cortar la acción de un texto, el suicida cree que puede interrumpir la propia obra. La imaginería de los afectos y de las pasiones, la vida social, la madre, la ciudad se vuelven un mosaico de escrituras donde la percepción de vuelve materia narrable. Es la materialidad de la novela el propio delirium tremens del personaje donde confluye la culpa de un crimen (que podría pensarse en una duplicidad con el propio auto crimen) con la necesidad de ser comprendido. En esta novela Emmanuel Bove escenifica los temores que se originan en la angustia, sentimiento avasallante que ensombrece el alma del hombre, que se vuelve una puñalada ontológica y que arrastra al sujeto a la extrema individualidad, cuya manifestación mas acabada es el acto de quitarse la vida. El texto narrativo es entonces una bitácora del discurso de la agonía que produce la culpa: “Daba vueltas entre las cuatro paredes que lo encerraban y, a ratos, evocaba la muerte como una salvación” (p. 131) La narración es entonces el texto testimonial que da cuenta de ese proceso de salvación, de esa tensión entre culpa y redención. Con inusitada maestría, Bove construye todo un dilema existencial donde conviven los temores y los demonios que la culpa instala en la mente humana. Una zona de la exploración a partir de esta novela publicada en 1927 y donde este autor, no tan frecuentado fuera del canon literario francés, indaga la psiquis y la problemática de la existencia. Bove es el ignoto precursor de toda la narrativa existencialista que dominará la escena literaria francesa de los años venideros. Antepasado inmediato de la obra de Albert Camus, admirado por Enrique Vila Matas y César Aira, La última noche responde a la pregunta emergente del propio prólogo de la traducción: “¿Ha leído a Emmanuel Bove?” y una voz responde: “Si… claro que si”.

2 Comments:

  • At 11:33 p. m., Anonymous Anónimo said…

    ¡Bravo Juan!

     
  • At 4:30 p. m., Blogger Ce said…

    Voy a leer este libro. Después te digo si la obra está a la altura de tu crítica. No sería la primera vez que pasa que el texto crítico es mejor que el texto.
    Quién te dice... a lo mejor prefiero leer a Canala que a Bové.

     

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