Juan en el Paraíso

domingo, marzo 25, 2007

Bibliofilia





Vuelvo a leer con agradable asombro unas líneas de Carlos María Domínguez:

“Me pregunté muchas veces por qué conservo libros que sólo en un futuro remoto podrían auxiliarme, títulos alejados de mis recorridos más habituales, aquellos que he leído una vez y no volverán a abrir sus páginas en muchos años. ¡Tal vez nunca! Pero, ¿cómo deshacerme, por ejemplo, de El llamado de la selva, sin borrar uno de los pocos ladrillos de mi infancia, o de Zorba, que selló con un llanto mi adolescencia, de La hora veinticinco y de tantos otros hace años relegados a los estantes más altos, enteros, sin embargo, y mudos, en la sagrada fidelidad que nos adjudicamos?
A menudo es más difícil deshacerse de un libro que obtenerlo. Se adhieren con un pacto de necesidad y olvido, tal como si fueran testigos de un momento en nuestras vidas al que no regresaremos. Pero mientras permanezcan ahí, creemos sumarlos. He visto que muchos fechan el día, el mes y el año de la lectura; trazan un discreto calendario. Otros escriben su nombre en la primera página, antes de prestarlos, anotan en una agenda al destinatario y le añaden la fecha. He visto tomos sellados, como los de las bibliotecas públicas, o con una delicada tarjeta del propietario, deslizada en su interior. Nadie quiere extraviar un libro. Preferimos perder un anillo, un reloj, el paraguas, que el libro cuyas páginas ya no leeremos pero conservan, en la sonoridad de su título, una antigua y tal vez perdida emoción.
Sucede que al fin, el tamaño de la biblioteca importa. Queda exhibida como un gran cerebro abierto, bajo miserables excusas y falsas modestias. Conocí a un profesor de lenguas clásicas que demoraba. Adrede, la preparación del café en su cocina, para que la visita pudiese admirar los títulos de sus anaqueles. Cuando comprobaba que hecho estaba consumado, ingresaba a la sala con la bandeja y una sonrisa de satisfacción.
Los lectores espiamos la biblioteca de los amigos, aunque sólo sea por distraernos. A veces para descubrir un libro que quisiéramos leer y no tenemos, otras por saber qué ha comido el animal que tenemos enfrente. Dejamos a un colega sentado en la sala y de regreso lo hallamos invariablemente de pie, husmeando nuestros libros”

*De La casa de Papel (Cáp. I)






Muchas veces me ha pasado de husmear y codiciar libros de bibliotecas ajenas. Siempre uno compara con sus amigos, conocidos, profesores y colegas de estudio o de sangre la posesión o no de un libro. Siempre recordaré la tristeza que me dio que mi tía tuviera la edición del Quijote de Martín de Riquer en su “biblioteca” rodeada de libros de cocina y de acupuntura. Durante años quise la edición de Sir Gawain and the Green Knight que tenía Diego. Siempre que iba a su casa lo tomaba del anaquel y lo miraba, hasta que un día en un acto de absoluto desinterés y de amistad me regaló el volumen que ahora integra parte de mi colección. Muchas veces fantaseo por saber cómo serán las bibliotecas de mis admirados profesores universitarios. ¿Qué libros tendrá Jorge Panesi o Pablo Cavallero? Cuántas ediciones de El castigo sin venganza tendrá Melchora Romanos. Lo más sorprendente se dio cuando me mudé y tuve que darle sistematización a mi propia biblioteca, que lejos está de ser completa, pero que me enorgullece absolutamente. En el proceso fui encontrando libros antiquísimos que no veía, ni leía desde que era un adolescente, a su vez advertí una proliferación de ediciones de las Novelas Ejemplares de Cervantes que antes no había reparado. En fin uno debe separar, clasificar y ordenar la legión bibliográfica para exhibirla como una madre orgullosa. Una tarea ardua pero no menos reconfortante.





*Fotos: Mis bibliotecas