Juan en el Paraíso

viernes, febrero 20, 2009

A little cup of Milk


“I ask my gay sisters and brothers to make the commitment to fight. For themselves, for their freedom, for their country ... We will not win our rights by staying quietly in our closets ... We are coming out to fight the lies, the myths, the distortions. We are coming out to tell the truths about gays, for I am tired of the conspiracy of silence, so I'm going to talk about it. And I want you to talk about it. You must come out. Come out to your parents, your relatives”
Harvey Milk

Mientras el sol rayaba la ventana del salón yo pasaba las imágenes del lector de microfilm. Faltaban unos minutos para que dieran las cuatro. Me puse de pie y me dispuse salir. En el hall principal estaban Lola, Frida, Vince y Coque esperándome para ir al cine. Hacía varios días que con Lola habíamos planeado ir a purgar malas ondas con alguna cinta pochoclera. El sol radiante y el extenuante calor de Buenos Aires en el mes de febrero nos vuelve una suerte de lagartos, todos buscan oscuridad, humedad y frío. Las calles están pobladas, pero más aun los bares con aire acondicionado, los taxis y especialmente los cines. Un miércoles a las cuatro de la tarde no calificaría como un horario tan común como para que una sala de cine esté considerablemente llena, pero así fue. Lo más sorprendente acaso haya sido el hecho de que la Guerra de las novias, a la que pensamos desde un primer momento asistir, no estaba en cartelera y terminé, as usual, traicionando lo que había dicho horas antes: “No voy a ir a ver Milk, no quiero más homosexualidad en mi vida” pero parece que el “gran autor” como prefiere llamar Mina a la colección de accidentes ocasionales que es la vida me tenía reservado algo que ni me podía imaginar mientras obligaba a Frida que me deje pagarle la entrada de cine.
Sentados ahí los cuatro, en el silencio y la oscuridad del “cinematógrafo”, palabra que nadie usa desde 1895, comenzó la historia de Harvey Milk un personaje sobre el que no había tenido ninguna noticia cercana, sobre el que nunca había escuchado. Van Sant (el director de la película) siempre ofrece extrañas estructuras narrativas, abusa adorablemente de la fragmentación y del flash back y en los tres primeros minutos del filme ya todos en esa sala sabíamos que Harvey Milk había sido asesinado. ¿Cómo?, ¿Por qué? Ese era el desafío de la película, mostrarnos cómo llegar a ese punto, como diría Roberto Ferro en alguna mañana ancestral de jueves mientras estudiábamos el género policial, casi escuchándolo en un eco: “Si vos querés escribir una novela, hacés muy fácil, planteás un principio y un final, la novela es como pasás de esa situación inicial a esa situación final”
Pocas veces creo que una ficción me conmovió tanto como esta película, creo que porque era alguien que de verdad existió, era una copia traspuesta de un montón de situaciones que todos ellos habían vivido y que ahora volvían a vivir para quedar congelados para siempre en todas las memorias (algunas más comprensivas y frágiles que otras) para el resto de los tiempos. Tal vez el rasgo de mayor intensidad haya sido el de volverme a ver, verme por primera vez en el rostro de otros. Recodar cómo era yo cuando recién empezaba a comprender y a hacerme cargo de lo que hacía siglos mi cuerpo sabía que le pasaba. Una mañana discutíamos eso mismo con Laureen y con Hermann y yo dije: “Uno no elige ser homosexual, uno elige no hacerse el boludo con eso” Así fue y Milk en su época (y a partir de la creación de Van Sant en la nuestra) era una invitación a repasar el pasado y el presente de aquella vieja apuesta. El perforante discurso de Harvey Milk evocó súbitamente una lección aprendida y olvidada por mi: “Last week I got a call from Altoona, Pennsylvania. The voice was very young and the person said "Thanks." Thousands and thousands as they have hope, a better life, a better tomorrow. If a bullet should enter my brain, to destroy every closet door. I that the movement will continue, because it is not the gain of one person, no ego, no power, is for us, not only gay, black, Asian, elderly, disabled ...those of us ...hopeless ...we pay and can not live alone. But without hope is not worth living. So you, and you, and you, you have to give them hope. You have to give them hope". Atraviesa mi cabeza este discurso, el discurso que muchos años antes que yo alguien puso en palabras y especialmente en hechos. Décadas después en otra latitud yo estaría debatiéndome internamente lo mismo. Harvey Milk ansiaba vivir mejor y súbitamente recordé que fue lo que me llevó a decirles a todos que yo era gay la primera vez: El Miedo. De no poder vivir mi vida con plenitud, el miedo de jugar a ser otro, un diferente para mi mismo que se podía mostrar como igual ante los otros. En ese momento con la guardia más que baja empecé a llorar en medio del cine, creo que porque me interpelaba la historia, me consumía un fuego interno que tenía que ver con algo que conocía muy bien y muy de cerca.
Lola, que estaba al lado mío, extendió su brazo como si fuera el príncipe que no encontré aun, me contuvo y creo que también se conmovió de alguna forma. Frida que estaba dos butacas mas allá extendió su mano y toco mi pierna, su calidez atravesó el rugoso jean y llego a mi piel y casi fue como una caricia beatifica. Al final de la película Van Sant ofrece una muestra del retrato de cada uno de los personajes emulados en comparación con las fotos de sus reales referentes. Ese fue el punto más evidente de que la ficción que acabamos de ver existió en algún recoveco del mundo real en un tiempo en el que yo ni siquiera había sido pensado como parte viva de este mundo. Y pensé en la trascendencia de los gestos reales, en la importancia que tiene poder defender un derecho a vivir y eso me llevó a más lágrimas.
Con los ojos rojos y con un llanto atragantado bajamos las escalinatas del cine sobre la avenida Santa Fe. Un silencio extraño nos invadido por algunos minutos, y yo dije: “Si hubiera nacido en los setentas pudiera haber hecho algo mas útil” Lola, que estaba mas que emocionada, al punto tal que sus palabras sonaban muy nasales. Nos abrazamos y creo que nadie quiso llorar a pesar que las condiciones eran más que óptimas para hacerlo. Lola siguió rumbo hacia Rodríguez Peña y Frida y yo tomamos el rumbo contrario. Coque, que estaba un tanto incomodado por nuestra actitud de suplicantes, solo dijo: “Muy buena peli, larga y dura” Frida y yo estallamos en una carcajada. Cuando cruzamos la esquina, Coque nos despidió y corrió muy rápido hacia un colectivo por ahí ubicado.
Frida y yo seguimos unas cuadras más, y conociéndonos como si fuéramos uno, leyó en mi inhabitual silencio que necesitaba sentarme y tranquilizarme con un buen té. Subimos a su recién estrenado departamento, me mostró su nueva mesa y cuando fue a la cocina para poner el agua me senté en el piso y estallé en llanto de nuevo. Frida vino de inmediato y me abrazó muy fuerte, casi tan fuerte como aquel día en la sala de espera de la clínica cuando internaron a mi papá.
Harvey Milk me decía que había esperanza, incluso habiendo muerto por buscarla. Abrazado a Frida recordé todas aquellas situaciones y sensaciones duras, humillantes, molestas, desagradables que a lo largo de los años me habían pasado. Secando las lágrimas, mirándonos a los ojos y tomando el té en el piso, con una mesa a estrenar a nuestro lado, Frida y yo nos contemplamos mutuamente como adultos por primera vez. Me sentí afortunado, porque esas lágrimas que derramaba no eran sino la manifestación de haber crecido. Dejé la taza sobre el piso de madera, le agarré la mano y le dije: “Gracias por estar a mi lado” y mientras le agradecía todos estos años las lágrimas volvían a aparecer y ella, que tiene la justeza de un abogado defensor, me recordó cuanto había cambiado, cuantos casilleros había avanzado y cuanto habíamos crecido desde que nos vimos por primera vez al pie de un mosaico bizantino perdido en medio de la locopolis porteña. Nuestros esfuerzos estaban dando resultado y era momento de cosechar para nosotros, era el tiempo de reírnos del dolor del pasado y de darnos cuenta que nosotros también habíamos emprendido otras luchas personales, que habíamos ganado las últimas batallas y que estábamos felices de estar juntos a pesar de todo. “El Federico de 2005 no existe más” dijo. Tenía razón mi yo del 2005 depresivo y temeroso de elegir un camino había quedado sepultado por todos los duros y placenteros aprendizajes. Terminé el té y salí.
Entré a mi departamento y cuando prendí la luz me vi en potra parte, me vi de otra forma, me vi feliz y plena, seguro de haber encontrado el buen camino y dispuesto a ver lo que iba a pasar de aquí en más. Ningún logro es indiscutiblemente de uno, todos estamos como diría Frida: “En sociedad” y siempre cuando hacemos elecciones incidimos en nuestro entorno. Súbitamente quería que mis padres entendieran con la claridad de una película lo que había elegido en mi vida, tal vez lo que necesitaba que supieran era que la homosexualidad de un modo muy claro. Tomé el teléfono y llame a la casa de mis padres:
­­—Hola mamá
—Hola Fede, ¿cómo estas? ¿Comiste?
—Si, si mamá… Te llamaba para decirte que acabo de ver una película increíble… ¿Por qué no van a verla con papá?
— ¿Cuál viste?
—Se llama Milk. Sean Penn interpreta a un político abiertamente gay de los años sesenta. Esta muy buena, es una mirada muy diferente acerca de qué es la homosexualidad. Lejos de los gays que aparecen en la televisión y que crean una mala imagen de…
—“No subestimes a la gente. La gente sabe distinguir”
Su “no subestimes” era mas bien un “no me/nos subestimes” Con esa respuesta mi mamá me dio a entender que sabía muy bien quiénes eran los “gays”, pero que sabía quién era yo, sabía quién era su hijo. La charla no tuvo mayor futuro y ambos cortamos. Acostado en silencio en medio de la noche me preguntaba si en verdad hubiera sobrevivido en otra época, si me hubiera opuesto al régimen franquista o si hubiera optado por ser un heterosexual de papel glacé. Y esto me llevó a preguntarme qué rol político había tomado en relación a mi condición.
La mañana siguiente cuando llegué a la oficina estaba dormido y acongojado, aunque de ninguna manera triste. Como todas las mañanas me senté frente al escritorio de Laureen y le comenté sobre la película de Van Sant y sobre el planteo que me había suscitado, y dije: “Ver la historia de Harvey Milk y su lucha por los derechos de los gays me hizo preguntarme acerca de cuál es mi verdadera militancia al respecto”. Laureen es una política de raza y me preguntó algo que a lo mejor nunca hubiese considerado como un cuestionamiento en otro momento de mi vida: “¿Vos crees que tu trabajo en la filología incide de forma sustancial en el mundo?” Yo contesté: “No de modo tan sustancial, pero quiero hacer de la filología una mejor disciplina” Laureen se acomodó los anteojos, se echó su cabellera rubiácea hacia atrás y me dijo: “¿Pero creés que es un aporte real al mundo, cuántas personas pueden apreciar tus descubrimientos?”, “Pocos” dije yo. Ahí estaba la respuesta que me desvelaba, y Laureen sentenció: “Esa es la diferencia, nuestro trabajo entre lo filológico y bibliotecológico, nos interesa, somos muy serios y tomamos fuerte responsabilidad sobre él pero en rigor no trasforma las bases de la realidad de forma incontrovertible” La miraba, con sus ojos expresivos, que suelen hacer tantos gestos como sus largos brazos y me encontré enunciando el origen real de mi problemática: “Me doy cuenta que disfruto de los logros de luchas ajenas y que no me involucro con mi condición de forma total” Ahí estaba, ese era el problema… no veía en la militancia una forma de intervenir realmente sobre la realidad. “Ves”, dijo Laureen, “ahí esta el punto, cuando uno elige militar y defender una causa, cualquiera sea es porque quiere algo muy elemental, quiere que haya igualdad para todos los seres humanos. Elegí la causa que más te convenza y fijáte cómo podes intervenir sobre la realidad” Buscar el camino de militar por una causa, por mi causa. Esa era el reto que tenía que emprender ahora.