Juan en el Paraíso

domingo, febrero 14, 2010

San Valentín, carajo!

Todos los años pasa exactamente lo mismo. Llega el día de San Valentín y uno comienza a tener aversión por los corazones de felpa, los bombones, los peluches y las parejas felizmente enamoradas que caminan por las calles abrazados, mientras uno está sentado en una cafetería leyendo “Critica de la razón pura” y masticando bronca. Pensaba que si a Bush nunca le interesó nuestra asfixia económica, porque a la pareja que esta esperando delante de mí para cruzar en Cabildo y Juramento les debería importar que yo esté llegando a los treinta con relaciones que no duran más de treinta minutos. ¿Qué hacer? ¿Debemos seguir las enseñanzas de Michael Douglas y romper a batazos el supermercado chino de la otra cuadra? ¿Convertirse en una viuda negra rompe hogares y arruinar las parejas perfectas enarbolando el flagelo de la infidelidad? Todas opciones muy trabajosas y no muy concluyentes, puesto que lo cierto es que cada pareja tiene su manual de uso y me resulta cada día mas sorprendente el hecho de que luego de meses de peleas permanentes y de objetos punzo cortantes que vuelan de un lado al otro, llega el tan ansiado catorce de febrero y todas las diferencias irreconciliables se guardan en el cuartito de la herramientas del patio trasero. La realidad es el texto más indescifrable de todos. Me veo caminando como un ebrio al amanecer y al pasar por una vidriera veo mi triste y horrible reflejo y trato de descubrir algún modo de luchar contra el chip del amor capitalista. Llego a mi casa y me recibe Lord Byron, mi siamés, y mientras tomo el primer café de la mañana escucho los mensajes del contestador. Mensaje 1: “Juan, ¿estás?, ¿estás? Bueno… era para ver si mañana lunes podía pasar por la biblioteca a buscar ese libro de Darnton que me dijiste que tenías”. Mensaje 2: “Buenos días Juan Pablo habla la Dra. Marlena Joie, quería avisarle que nuestra sesión se pasa para el día lunes a las 19 hs”. Cuando toda la evidencia me demostraba que sólo me tienen en cuenta los que necesitan bibliografía y mi psiquiatra, el mensaje tres reveló lo contrario: “Holi Juan, soy Helena, porque no hacemos una salida de ‘San Valentín fake’ esta noche, vayamos al cine y miremos una película tonta y luego tomemos una copa. Llámame estoy en casa. Besos” En ese momento pensé que al final de cuentas si bien mi príncipe azul se había retrasado porque de seguro había tenido problema en el departamento de migraciones, tenía una buena amiga que me ofrecía pasar una noche divertida, y en medio de tanto amor ajeno, yo también tenía una forma del amor, tal vez mas duradera, tal vez más real.

La prostitución de la letra


Para Paula Ruggeri

Hace un año cuando descubrí que mi ex marido se acostaba con una alumna suya (con la que pronto va a casarse) no pude sino sentirme absurdo. Yo lo había acompañado en sus peores momentos y sólo Margarita, la señora que me ayuda con los quehaceres domésticos, sabía mi secreto para quitar los restos de cocaína mojada con vodka que él dejaba empastada en la única pieza mobiliaria familiar que había podido rescatar de la casona de Beccar. Luego de la separación, me había ido muy triste de nuestro departamento en la calle San Juan, del que sólo me llevé tres libros, una caja de fósforos, unos tacones altos y el disco de Henry Mancini que lleva la canción “Moon River” (porque si me iban a dejar así, tenía que sentirme por lo menos Audrey Hepburn en Breakfast at Tiffany’s) Caminé toda la noche y recordé que la única que me podía salvar de la intemperie era mi tía Maruja que por esa época vivía sola en un piso en Peña y Pueyrredón. La tía Maruja había nacido en Alcalá de Henares y había venido de muy pequeña a la Argentina con mis abuelos, escapando de alguna guerra (como no recuerdo exactamente cuál, que el lector elija y complete) Se había enamorado perdidamente de un hombre de su edad, un pintor bohemio que vivía en un conventillo en San Telmo. A pesar de eso mis abuelos la obligaron a casarse con un banquero adinerado que terminó por hacerla infeliz hasta el día que tuvo en bien morirse. Si su esposo le había dilapidado la belleza, ella decidió dilapidarle la fortuna. Gastaba grandes cantidades de dinero en telas y pinceles que tenía regados por toda la casa. Vivía sola con su gato José Bonaparte, al que llamaba Pepe y con el que discutía los pormenores de la metafísica hegeliana diciéndole: “Mirá Pepito, hay algo raro para nuestra concepción actual de lo que es la lógica ya que no tiene nada que ver con la lógica o muy poco- esta lógica metafísica cuyo antecedente más importante es la lógica trascendental de Kant- y ahí tenemos una diferencia entre la lógica trascendental y la lógica formal - entonces podría decirte, en líneas generales, que la lógica hegeliana es algo así como una extraña simbiosis que tenemos que analizar entre la lógica trascendental y la metafísica clásica- y estoy pensando sobre todo en Aristóteles”. Pepe la miraba como contemplado un monte muy grande, mientras se rascaba el hocico con una pata.

Esa noche, toqué el timbre de la casa de la tía Maruja de un modo algo frenético. Ella se asomó por el balcón y me dijo a lo alto: “¡Mi querido! Afuera la España negra” Bajo a abrirme y me abrazó tan fuerte que casi no pude respirar, sentí su aroma tan característico, olía a óleo azul y perfume Anais, Anais de Cacharel muy anejo. Me quedé en su casa toda la noche, aunque nunca pude pegar un ojo. A la mañana siguiente decidí que si quería empezar de nuevo mi vida debería ir en busca de un trabajo. Mientras terminaba de atar mis cordones, la tía Maruja me miró y me dijo:”Mira lo más importante en la vida, siempre lo decimos con Pepe, es el espíritu”. Atontado por el café amargo y por el críptico consejo de mi tía salí en busca de alguna entrevista. Entre las opciones decía que un diario local buscaba un periodista que escribiese una columna sobre moda. El editor era un hombre canoso y de barba que leía mi curriculum con desatenta atención. Yo contemplaba las millones de fotos que tenía en su oficina: fotos con deportistas, periodistas, escritores, famosos y presidentes de tierras remotas, casi mitológicas. Me miró por encima de sus anteojos modernos y me dijo que el perfil le parecía interesante, pero que tenía que convencerlo de que en verdad estaba interesado en el puesto. Para un joven escritor divorciado que se hospeda con una tía que habla de filosofía clásica con su gato, cualquier puesto que implique una entrada de dinero resulta más que vital.
Inocente o con cierta inocencia impostada, pregunté cuál sería la prueba que debía emplear para quedar en el puesto. El maduro editor me contempló con cierta lascivia y me dijo: “Tenés que aceptar ir a comer conmigo” Desde chico mi abuela me había advertido que los tonos son centrales en muchas lenguas porque desenmascaran el “sentido pragmático” de lo que se está diciendo, es decir que en tono de una frase están visiblemente ocultas las intenciones del hablante que lo produce. En este caso particular el tono del maduro editor me invitaba a comer mucho más de lo que podría encontrar en cualquier menú de cocina internacional. Apelando a cierto dejo de literatura fantástica, desplegué una trama que fue cada vez más inverosímil, al punto tal que le dije que tenía una enfermedad terminal, esperando que no le sedujera la idea de saciar su apetito sexual con un condenado a muerte. Mis cálculos fueron más que desacertados. El editor peinaba su pelo plateado y sonreía de modo burlón y yo me hacía cada vez más pequeño. Preso del inminente miedo y de la situación más incomoda, pensaba múltiples opciones. Si yo fuera Superman, saldría volando por la ventana. Si fuera Spiderman lo envolvería con mi tela-araña y le diría que “un gran poder siempre trae aparejada una gran responsabilidad”. Pensé lo que haría Sarmiento que me miraba impávido desde un billete arrugado de cincuenta pesos que asomaba de mi bolso y tomé la iniciativa, me paré y con un marcador negro que estaba sobre la mesa escribí: “Los hombres no se cogen, la ideas si” y me fui dando un portazo. Caminé por la calle Córdoba bajo un agobiante sol de verano y pensé que la prostitución y la escritura no eran muy diferentes. Si no había podido conseguir el puesto como periodista, sólo quedaba ir a la entrevista para ser mesero y a por ella iba.