Juan en el Paraíso

viernes, febrero 21, 2014

Escribir desde el café

Hay en los cafés una cierta sacralidad que parecería rehusarse a ser interrumpida por otros ritos cotidianos. El café porteño ha sido, a la vez que un espacio histórico de la intimidad pública, un lugar inagotable poblado de secuencias y planes confabulatorios para intervenir sobre la escritura, la política y la amistad. Hay algunas escenas remarcables que ponen el énfasis en esa inusitada capacidad que tienen estos espacios para activar los imaginarios más ilimitados.
Hacia 1875 cuatro bohemios porteños discuten, emulando una secreta sociedad, la trama que los incita a imitar a un lejano y borroso personaje francés que, escribiendo poesía, vive con abnegación y rechazo las beldades del mundo burgués. Unos años más tarde, tres de ellos llorarán la muerte del joven amigo conocido como Matías Behety, quien para parecerse al protagonista de Scènes de la vie de bohème, pagó con su vida la intención de encarnar a un poeta fuera de la sociedad.
Varias décadas después, un silencioso día de otoño de 1939 se ve interrumpido por una horda de personajes que vociferan con una simulada gesticulación. En el salón de ajedrez del café porteño Rex, un grupo de escritores intentan hacer legible los balbuceos de un exiliado. Ni él sabe español, ni ellos saben polaco, pero nada los detiene para emprender una babélica traducción (que tiene mucho más de reescritura que de traducción) dando origen la primera edición castellana de Ferdydurke de Witold Gombrowicz.
Para 1966, durante un tiroteo cae muerto en la confitería La Real de Avellaneda el simpático matón capitalista llamado Rosendo García, que por esos años pretendía eclipsar a la figura omnipresente de Vandor en las filas del sindicalismo argentino. Entrevistando a varios de los sobrevivientes Rodolfo Walsh reconstruye ese episodio y publica como folletín otro de sus destacados textos de non-fiction en el semanario “CGT” durante 1968.
Hoy en el 2014, aunque con menos trascendencia histórica, me veo a mi mismo tratando de escribir algo en Tedeatres (Av. Crisologo Larralde 3609) el nuevo lugar que elijo para avanzar con la montaña de textos pendientes que tengo. Paso largas tardes con mi computadora, pilas de papeles y libros con la pretensión inútil de hacerme invisible y sentirme parte del decorado. Algunas veces bromeo con el mesero sobre la posibilidad de alquilar una mesa como parte de mi estudio personal. De tanto en tanto, interrumpo los devaneos de la escritura para fantasear las historias detrás de cada uno de los que atienden el bar y de los clientes que llegan. Los dos jóvenes meseros, la encargada de la caja, el cocinero de sonrisa amplia. A veces imagino cuál será el vínculo que los une (porque todos saben de mi constante imperativo de “trabajar sólo con gente querida”) De modo que armo sus biografías, imaginó sus sueños, me pregunto sobre sus familias. Fisgoneo todo lo que puedo las conversaciones ajenas, trato de deleitarme con la felicidad que trasmiten algunas parejas y pontifico entre dientes sobre la deficiente educación de algunos padres. El café es un universo que se vuelve de a poco parte de una veleidad literaria de corte autobiográfico, donde siempre intento calcular por dónde vendrá aquello que resultará imprevisto, aquel salto del programa que marcará el fin de la rutina. Vuelvo a mirar por la ventana. Me pido otra lágrima en jarrito (la tercera de esa tarde) y trato de volver a la escritura.